Dejarse ver en misa. Lunes 18 de febrero.

Hace dos lunes que vengo a tomar el segundo café del día aquí. Fue el primer lugar que pisé en Santiago de Compostela el último año de bachillerato, cuando aun ni sabía que una década más tarde esta ciudad iba a ser mi casa.
Son algo más de las nueve y media y entre las mesas están las mismas personas que el lunes pasado. 
Una mujer de unos cincuenta años, muy maquillada, lee el periódico mientras toma café y zumo. En una silla alta un chico de unos treinta años enganchado a la pantalla de su móvil y tras la barra Miguel, el dueño del local. 
Esta mañana hace frío, llueve como solo sabe llover aquí y la gente porta la cara propia de este día de la semana. Aunque yo nunca entenderé porque las personas odian el lunes, es mucho peor el miércoles, sin duda.
Irrumpiendo la calma de la que estábamos disfrutando entra en el local un peregrino con un aspecto sucio, destartalado y cuanto menos llamativo. Lleva en su espalda lo que parece una guitarra, un bolso de estilo hippie con cuentas y abalorios cruzado, un pantalón manchado con una botella de plástico de un litro dentro del bolsillo y un gorro de agua. 
El hombre vocifera, pregunta sobre el horario de las misas, pide un enchufe para cargar el móvil y un café con leche, en ese orden. Pregunta cosas sin sentido, habla solo o para sí mismo e intenta, sin éxito, sacarle alguna palabra a Miguel, a quien puedo observar algo más que incómodo por la presencia del caminante.
Tras terminarse el café se levanta y paga en la barra. Se recoloca el gorro, ata los cordones de sus botas y en un alarde de brillantez dice:

- Bueno, pues me voy a misa, que es bueno dejarse ver.



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